La Atalaya de Santa Brígida constituía hasta principios del siglo XX, uno de los poblados trogloditas más singulares del archipiélago, pero fue la actividad locera por lo que esta población era conocida en toda la isla desde el siglo XVII, actividad desarrollada casi exclusivamente por mujeres, aunque los hombres ayudaban en el acarreo de la leña y el barro, además de otros trabajos pesados.
Desde La Atalaya la alfarería se llevó a otros puntos de la geografía insular, a causa de los movimientos migratorios propios de los períodos de crisis económica; así se establecieron los primeros alfares en Hoya de Pineda (Guía-Gáldar), Moya y Tunte, entre otros.
Como en toda la alfarería insular, aquí se desarrollaba una técnica manual, sin torno, con el levantamiento de las piezas por el procedimiento del urdido, consistente en el continuado añadido del churro o cordones de barro. La cocción se hacía en diferentes hornos como el restaurado junto al alfar de Panchito.
En La Atalaya vivió uno de los loceros más carismáticos de la isla, Francisco Rodríguez Santana (Panchito), cuyo alfar está convertido hoy como un ecomuseo visitable, la denominada Casa Alfar Panchito, donde para la conservación y divulgación de este ancestral oficio canario se ha creado el Centro Locero de La Atalaya y la Asociación de Profesionales de la loza de La Atalaya.