La Catedral de Santa Ana cuenta con dos púlpitos adosados a los pilares del crucero bajo el cimborrio, que forman parte del patrimonio mueble de este edificio. El término púlpito deriva del latín “pulpitum”, que significa “tribuna”. En realidad, define una plataforma elevada en las iglesias en la que se predica.
Se estructura a base de dos elementos de pretil o antepecho y se remata con un tornavoz o sombrero superior, que ayudaba a que la voz se oyera mejor. Para conectarse con el suelo llevan una escalera. Estos elementos se utilizaron en las Iglesias hasta que durante el Concilio Vaticano II dejaron de tener una función práctica, pero se conservan como escenografía de la liturgia en el pasado y como obras de gran interés artístico.
Esta tradición de contar con dos púlpitos procede del pasado y se hacía para que en uno se leyese el Evangelio y en el otro las Epístolas. Están realizados en madera de cedro y de caoba y son el resultado de la colaboración de diferentes autores. La estructura de madera es obra de José de San Guillermo, quien lo diseñó y ejecutó entre 1771 y 1776. Para esta obra el Cabildo Catedralicio adquirió madera de caoba y de cedro y fueron dorados con el oro que facilitó el tesorero de la Catedral Lugo.
En 1776 los púlpitos ya están colocados en su sitio, pero faltan las imágenes de los Evangelistas y los Padres de la Iglesia y las imágenes de la Fe y la Esperanza para rematar los tornavoces. Todas estas imágenes fueron encargadas a un taller sevillano por el canónigo Miguel Mariano de Toledo. Se colocaron en los púlpitos en 1777, al llegar a la Catedral. En el Púlpito de la Epístola van los Padres de la Iglesia y, como remate del tornavoz, se coloca la imagen de la Fe, mientras que en el Púlpito del Evangelio se colocan las esculturas de los Evangelistas y sobre el tornavoz, la Esperanza. Al bendecirse la Catedral en 1805 los púlpitos no tenían tornavoz que los cubriese. Los tornavoces que cubren los púlpitos son obras de inicios del siglo XIX de algún taller canario. Son dorados, en parte, por Osavarry, uno de los maestros policromadores y doradores que trabajó con Luján Pérez.